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martes, 30 de julio de 2013

Los 10 años que cambiaron Brasil

La Bolsa Familia, el más amplio programa de transferencia de renta en la historia brasileña, cumple diez años. Lanzado en octubre de 2003, poco antes de la llegada de Lula da Silva a la presidencia, benefició hasta el día de hoy a más de 50 millones de personas y ayudó a cambiar el rostro del país. Los requisitos básicos para optar a este benefico son dos: tener una renta familiar inferior a 35 dólares por integrante de la familia y que los niños frecuenten una escuela al menos hasta completar el primer ciclo.

Si en el primer año el programa llegó a 3,6 millones de domicilios brasileños, faltando poco para cumplir una década alcanza ya a 13,9 millones a lo largo y a lo ancho de todo el país. Considerándose la media de cuatro integrantes por familia, podemos afirmar que llega a unos 52 millones de personas, una población superior a la de Argentina. Casi medio México.

El presupuesto destinado al Bolsa Familia en 2013 es de 12.500 millones de dólares, con un valor promedio de 35 dólares por miembro de familia beneficiada. Es poco, por cierto. Pero para los que se benefician, es muchísimo. Es la salvación.



Actualmente siguen beneficiándose de la Bolsa Familia un 45 por ciento de los inscritos originalmente en 2003. Son 522.000 familias que jamás dejaron de recibir la ayuda del gobierno. No hay datos oficiales sobre el 55% restante que inauguraron el programa, pero se considera que la mayor parte de ellos alcanzó otras fuentes de renta que, sumadas, superan el mínimo determinado para que recibiesen el subsidio.

Hay registros que muestran que, en diez años, 1,7 millones de familias, 12% del total que recibieron beneficios en ese tiempo, desistieron voluntariamente del beneficio, por haber obtenido ingresos superiores al piso mínimo permitido para optar al programa.

Las conclusiones de todos los estudios dedicados a analizar los efectos de la Bolsa Familia son unánimes en asegurar que ha contribuido de manera decisiva para reducir las inmensas brechas y desigualdades sociales que siempre han sido una de las llagas más visibles del país.

Cuando se implantó, el programa fue blanco de críticas furibundas de la oposición y de los grandes conglomerados de medios de comunicación, que lo reducían a un mero asistencialismo sin mayores efectos. Hoy admiten, a regañadientes, el papel esencial de la Bolsa Familia, el más visible de todos los programas sociales de los gobiernos de Lula da Silva y ahora de Dilma Rousseff, para aliviar las dificultades de familias vulnerables, asegurando que al menos sus hijos tengan acceso como mínimo a servicios básicos de educación y salud. 

Contrariando la tesis que decía que la transferencia de renta a través de programas del Estado iría a perpetuar la miseria (la crítica más sonada hace diez años era la siguiente: si reciben dinero del gobierno, ¿para qué trabajar?), el resultado obtenido hasta ahora indica lo contrario.



Para recibir el beneficio, los niños tienen que frecuentar la escuela, donde reciben atención de la salud pública. Deficiente, insuficiente, por cierto. Pero mejor que nada. Pasados diez años, muchos de los hijos de las familias amparadas por el programa ahora viven por su propia cuenta, escolarizados y con oportunidades concretas en el mercado de trabajo.

Las estadísticas indican que 70% de los beneficiados con más de dieciséis años de edad lograron trabajo, contribuyendo al aumento de la renta familiar.

Las familias más numerosas, y que viven en condiciones de miseria, reciben beneficios superiores a la media, que es de unos 300 dólares mensuales. La propuesta es complementar la renta familiar hasta alcanzar niveles mínimos. Los que tienen hijos en edad escolar tienen que comprobar que los niños van a la escuela. Algunas familias llegan a recibir 650 dólares al mes, dependiendo del número de hijos menores. Suele ser normal, en áreas de miseria extrema, que una pareja tenga ocho, nueve, diez hijos. En tales casos, la supervivencia de todos depende directamente de lo que reciben de la Bolsa Familia.


Pasados estos diez años no hay lugar a ninguna duda: el perfil de la pobreza cambió radicalmente en el país. Muchas casas de pobres han sido ampliadas, recibieron tejados nuevos, pasaron a tener pisos de cemento o cerámica. Son casas muy humildes pero que cuentan con refrigerador, lavadora, televisores y, en muchos casos, con un ordenador con conexión a la Internet popular (a precios muy bajos, subsidiados).

Y saltan a la vista, entonces, algunas de las incongruencias típicas, quizá inevitables, de esta etapa de transición entre miseria y pobreza, o entre distintos perfiles de pobreza. Hay casas de barro, sin desagüe y en condiciones sanitarias muy precarias, ostentando antenas parabólicas de televisión. Otras cuentan con luz eléctrica muy precaria, pero hay teléfono celular. Funciona mal, es verdad. Pero a veces funciona. 

Hay casas con piso de tierra, sin agua potable ni alcantarillado, con el baño afuera como hace medio siglo, pero con televisión. En algunos estados brasileños, el analfabetismo es de tal manera crónico que impide hasta la instalación de industrias que generarían empleo y esperanza de futuro.



Sí, es verdad, la miseria y la humillación persisten, pero ahora persisten de manera menos contundente, menos permanente. Ya no es como una sentencia eterna, un destino de por vida.

Por mucho tiempo politólogos, sociólogos, antropólogos y un montón más de ólogos seguirán discutiendo las bondades y las fallas de un programa destinado a redistribuir renta, a través del Estado, a los desamparados de siempre. Se seguirá debatiendo los pro y los contra del asistencialismo de Estado. Y, mientras tanto, 52 millones de brasileños habrán eludido un futuro cruel y pasando de la humillación de la miseria a la pobreza digna.


(Fuente: El País, Eric Nepomuceno)


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